Sunday, October 14, 2012

Gustav Mahler: Al fin llegó su tiempo


Por Oscar Alvarez de la Cuadra
Agosto, 2011

No puedo resistir compartir algo que me ocurrió el día de hoy después de un concierto que me ha dejado extremadamente impresionado y que tuvo lugar hoy en la Sala Nezahualcóyotl del Centro Cultural Universitario, bajo la batuta de un joven pero no por ello extraordinario director, Carlos Miguel Prieto.

La Orquesta Sinfónica de Minería, lograda gracias al esfuerzo y patrocinio de Ingenieros Civiles egresados de la UNAM, está por concluir un Ciclo Mahler dividido en dos partes: la primera el año pasado en celebración del 150o. aniversario del natalicio del genial compositor y la segunda por el centenario de su muerte. Sí, en este año 2011, todos hablan del centenario de Cantinflas y el año entrante hablarán del Titanic y del tan cacareado fin del mundo, pero yo hablo de Gustav Mahler, esa figura que desde edad temprana he admirado y me ha dejado con los sentimientos más intensos e inefables y que por poco casi cambia el destino de mi vida, al seguir sus pasos como compositor.

Llegué puntual a la cita de hoy agosto 14. Este era el segundo concierto al que asistía después de largos años de no frecuentar salas de concierto. Hace dos semanas, con la Canción de la Tierra  (Das Lied von der Erde) dentro del mismo programa y ahora la grandiosa Novena Sinfonía. Mi interés fue de escuchar esta obra, junto con la Octava y la Décima,  en vivo en una sala de concierto. Escuchar esta clase de música en un frío iPod o en un mp3 en la laptop, es una experiencia comparable a la de leer un libro de viajes contra la experiencia de realizar el viaje en la realidad. ¡Y asistir a la sala de concierto solo! Habrá quién critique mi presunto egoísmo de no compartir esta experiencia. Para un solterón que frisa casi los 44 años no es fácil conseguir a una compañía dispuesta, aunque afortunadamente para el concierto de la próxima semana, tengo ya una extraordinaria acompañante con quien tendré el gusto de explorar la version ejecutable de Deryck Cooke de la Décima Sinfonia de Mahler, obra que quedara inconclusa y que para los mahlerianos ortodoxos vale más ejecutarla incompleta, que en las tantas versiones  de musicólogos que hicieron el esfuerzo extraordinario de concluir las ideas bosquejadas por Mahler en sus angustiosos últimos meses de vida.

Ese regreso a la sala de concierto representa una total novedad, aparte de la emoción de reencontrarme en un ambiente que desde los 8 años he tenido oportunidad de visitar continuamente y el que no me es extraño. Y esto fue por la implementación de una nueva regla, basada en un emotivo ensayo de Daniel Barenboim, insigne director orquestal argentino, quien sugiere no estallar en aplausos cuando concluya una obra, sino al menos dejar unos pequeños instantes de silencio, como para acabar de asimilar esa experiencia única que es la temporalidad del arte musical y no destruir ese contacto espiritual entre los ejecutantes, el director, el público y quizá el alma del compositor que en otro plano observaría orgulloso o desilusionado, dependiendo de la ejecución. Una atinada sugurencia y en especial en el caso de estas obras, como la Canción de la Tierra y la Novena cuyos compases finales se disuelven lentamente en un clima de resignación y tranquilidad incólumes.

Avisos de tercera, segunda y primera llamada al público. Entretanto observaba a la gente acomodarse como podía en las diversas filas del Segundo piso. El pseudo intelectual, infaltable y acomodado estratégicamente detrás de mí, quien explica en la voz más rugiente y fuerte posible para que a los que estén en su alredor reconozcan su sapiencia en la obra a punto de ejecutarse, deja caer su crónica personal ante lo que viene. Ligeras patadas en el asiento, para recordarme de mi espasmo en la espalda. Después de escuchar a los diferentes atrilistas practicar incesamente las partes que más se dificultan, a suerte de una obra de Edgard Varése llamada Tuning up, aparecida en CD en una compilación de su obra por Ricardo Chailly, el primer violin se levanta e inicia la rutina de afinación de la orquesta por familias de instrumentos. Irrumpe al podio finalmente el gran Carlos Miguel Prieto, muy joven Director a quien escuche hace 5 años en el ciclo de Shostakovich en el 2006 en conmemoración del centenario de su nacimiento. Si hay un experto mahleriano verdadero en México, después del finado Eduardo Mata, ese mahleriano es Carlos Miguel Prieto.

Un momento de silencio que se hace pasmoso. Por debajo de ese manto de dorado silencio y como polillas, surge una antífona de toses de diversas tesituras, timbres y rítmica. El finado Jorge Velazco, antiguo director de la propia Orquesta Sinfónica de Minería, escribió en su interesante libro ya inexistente por desgracia y publicado por la UNAM en los años 80 llamado “De Música y Músicos”, un ensayo lleno de humor sobre la nerviosa tos. ¡Qué situación tan molesta para el director, la orquesta y el público que no padecemos del mal de las expectoraciones voluntarias e involuntarias! Debería cada músico poner al final de cada movimiento en sus partituras: “Coughing”, “Husten”, “Toux”, “Tosse”, en vez de un calderón o fermata en cada compás final.

Primer movimiento, que Alban Berg describió como el más glorioso que Mahler haya escrito, una sucesión de emociones indescriptibles. Bien decía un artículo de la extinta revista estadounidense OMNI, que lamentaba comunicar que las sensaciones más intensas de placer para el ser humano no eran conseguidas en un orgasmo (solitario, a dos,  a tres o como fuera), sino con el simple hecho de escuchar o admirar una obra de arte. Han pasado casi 25 minutos del tour de force, el Director se baja del podio. Quejas de los vecinos del asiento de atrás: “¡Qué horror apenas acabó el primer movimiento!”. ¡Pero querían escuchar a Mahler! Y sin esperar ni un Segundo, se dejan caer en el sonido estéreo más impecable y desde cada rincón de la sala de concierto, las más diversas toses que uno pueda imaginar. Y como niños inquietos en el dentista, muchos se retuercen en el asiento, estiran la pierna, patean al de enfrente, consultan el programa para ver cuánto falta. Los menos afortunados intentan sin éxito salir al baño ya que no escucharon o no pusieron atención a la advertencia de las señoritas a la entrada de que no habría intermedio.

Largo silencio. Inicia el Segundo movimiento. La reacción no es tan pasmosa como en el primero. Y algunos críticos darían la razón al público. Es un movimiento que describe la despedida a los placeres mundanos, en forma de un Ländler o danza austríaca. El director da los matices adecuados y destaca las texturas brillantemente.

Finaliza el segundo movimiento. Ahora el Director desciende de nuevo del podio y seca el sudor de su cabeza. Para quienes piensan que es exagerado pedir a un director de orquesta una impecable condición física, convendría preguntárselo a cualquier director tras la ejecución de una Sinfonía de la envergadura de Mahler, Shostakovich o quizá la Turangalila de Messiaen. Toma una botella de agua y bebe de ella como si fuera un elixir directo del Santo Grial. Y asciende de nuevo. Para entonces las toses no se han extinguido sino que han aumentado. Voltea de reojo el director para pedir con la mirada clemencia a los tosigientos (sic), antes de zambullirse de nuevo en la partitura.

Inicia el fatídico Rondó-Burleske. Los arcos de los violines suben y bajan frenéticamente, la timbalista hace un movimiento de brazos como gimnasta auténtica y la batuta dibuja figuras en el aire que ya a esas alturas y de haberse graficado, parecerían fractales. Interludio. En un momento donde se vaticina el tema del portentoso adagio final, lo increíble. Dos filas abajo, alguno de los enfermos de tos, deciden sin más destapar una Hall’s. El molesto ruido del celofán opaca totalmente lo impecable que ha logrado el director en ese pasaje casi de orquesta de cámara.

Adagio final, ese movimiento estructurado en forma de tema con variaciones que expande el universo mahleriano a  terrenos que vislumbran los recursos técnicos de futuros compositores del siglo XX y que logra los momentos más espirituales y evanescentes de la obra mahleriana. Una impecable ejecución. Finalmente, cuando estamos a escasos compases del final, un terrible Blackberry deja escapar el timbre de llamada para ahogar totalmente la belleza de un movimiento que me había empezado a sacar las lágrimas.

Fin de la obra. Unos quince segundos transcurren y se logra lo que parecía imposible, el silencio total. Al final el maestro Prieto se da la vuelta y hace una ligera caravana. El público estalla efusivamente. Así concluyó el concierto de hoy, donde tuve la dicha de gozar de una obra a la que amaba desde 1982 y que por fin la conocí en vivo. Esa Novena Sinfonía, de la que tantas páginas se han escrito, desde el ángulo académico, musicológico, dramático, critico, etc. Hace recién me he enterado que un autor llamado Lewis Thomas, reúne pequeños ensayos sobre ciencia en una obra llamada Reflexiones Nocturnas Escuchando la Novena de Mahler. Y esta obra que escuché en 1982 y que me acompañó en lugares tan lejanos como en Kumamoto, Japón en 1992, cuando la escuché en radio en un taxi cuando nos dirigíamos a visitar una planta en mi viaje de estudio de aquel entonces, me ha hecho disfrutarla como nunca.

Concluyo entonces, aunque suene egoísta, que a veces Mahler es para disfrutarse en soledad. No es extraño encontrar en Europa, Estados Unidos o hasta ahora en México, gente que decida asistir por su cuenta a un concierto. Casi pensé que escucharlo acompañado, sería tanto como tener un ménage a trois con una persona amada. Aunque la próxima semana  relataba que tendré la fortuna de compartir acompañado una nueva experienacia mahleriana con una persona a quien le tengo un enorme cariño, la comunión sigue siendo mía con Mahler, ese gran compositor al que cada vez que me acerco a la edad en que murió, descubro su inmensa estatura artística y humana, inalcanzable en todos aspectos.